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abril 08, 2005

Que no panda el cúnico

(Texto encontrado en un manuscrito personal olvidado.)

Hace más de un año que no usaba la polera del chapulín colorado. La última vez fue en Guatemala, cuando los niños mayas de San Pedro La Laguna -inocentes, ellos- creyeron que yo era el chapulín en persona. Fue ahí cuando decidí fondear la roja camiseta por un tiempo. Prefiero pasar desapercibido cuando viajo. Así permaneció dentro de mi mochila hasta que me vi forzado a reestrenarla a falta de ropaje más limpio.

La polera es un perfecto detector de latinoamericanos, que aquí, en Turquía, escasean. Aparte de ellos, sólo he recibido un comentario acerca de la camiseta. Un alemán se me acercó en un camping y me dijo "yo también amo a Suiza", mientras apuntaba con el dedo al chapulinesco escudo (la sigla oficial del país de los relojes es "CH", derivada de Confederación Helvética, verdadero nombre de Suiza).

Ahora mismo voy en el bus de Van a la frontera con Irán. Me acompañan Franziska y Gabrielle, 2 austríacas que conocí en Estanbul, con similar itinerario al mío. En Irán tendrán que vestir el chador, aquella prenda negra que las cubre -a modo de carpa- de la cabeza a los pies. Yo sólo tendré que cubrirme brazos y piernas. Por eso quiero de aprovechar estos últimos momentos para andar de manga corta y es nuevamente la polera del chapulín la que llevo puesta. El viaje no es muy largo, menos de 4 horas, pero el calor es insoportable y las condiciones del bus, paupérrimas.

Al fin llegamos a la frontera. Acostumbrado al ritual aduanero, me bajo del bus, retiro mi equipaje y me dirijo al puesto de inmigración. El oficial turco me timbra el pasaporte con desidia y yo, ansioso por pisar la tierra del Ayatollah, apuro el paso hacia la garita verde y naranja. Le extiendo mi pasaporte al oficial iraní y éste sólo me devuelve una mirada despreciativa durante segundos que se hacen interminables. Finalmente acepta el pasaporte y lo abre, pero no me despega la mirada. Luego busca mis datos y el visado. Los estudia detenidamente y le dice algo a un colega que está en un compartimento contiguo. El otro oficial, clon del primero (bigotes anchos y espesos, tez curtida, orejas anchas y uniforme beige), ingresa a escena y también me queda mirando de modo poco amistoso. Comienzan a conversar. Yo me impaciento. Y también el resto de la fila que me sigue, entre los que diviso a Franziska y Gabrielle, que parecen preguntarse con qué clase de criminal se han involucrado. Sin tiempo para reaccionar, el oficial (el original, no el clon) me dice muy amable y tranquilo, casi recitando: "I am sorry, but we cannot allow you to enter the Islamic Republic of Iran this time. Please take your belongings and follow officer Makhmalbaf to turkish inmigration". En buen chileno, me pidió que me fuera a la... a la república de Turquía.

De pronto caigo en cuenta de que Franziska y Gabrielle visten de negro riguroso y me percato de que con las ansias por cruzar la frontera no me puse la camisa de manga larga que traía en el bolso de mano, tal como estaba planificado. En el lapso de segundo en que uno alcanza a pensar mil cosas, sólo me recrimino. Quién sabe qué interpretación le puedan dar por estas tierras a la camiseta del chapulín colorado. Quién sabe qué ley sagrada violé, no sólo por vestir manga corta, sino con una combinación de colores tan llamativa. Me pregunto cómo pude ser tan pelotudo y me doy cuenta de que no se puede pasar desapercibido con una polera roja con un escudo amarillo en forma de corazón, sea que la población vernácula conozca o no al superhéroe mexicano por antonomasia.

Quiero excusarme, tratar de dialogar, armar un escándalo si es necesario, pero Makhmalbaf, el clon, ya me tiene tomado de un brazo y me tira con fuerza. Tirones van, tirones vienen. Exijo ser escuchado, hasta que logro zafar con violencia y caigo.

Plaff.

Con un rotundo golpe de cabeza sobre la ventana del bus, despierto. Me demoro en asimilar lo que ha ocurrido. No importa si estoy cansado o si he dormido poco, el efecto somnífero de viajar en bus siempre me vence y termino soñando, quién sabe por qué freudiana razón, plagado de clichés. Franziska está sentada en la hilera al otro lado del pasillo y me vio cabecear. La delata su sonrisa. Le pregunto cuanto falta para llegar a la frontera y me dice que como 2 horas. Me recompongo en el asiento y hurgo en mi bolso. Saco una camisa de manga larga y reemplazo con ella la del chapulín. Llegó la hora de fondearla nuevamente por un tiempo largo.

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