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junio 07, 2005

Una, dos o tres

Caía la tarde sobre Rishikesh, llevaba un buen rato caminando a orillas del río, y me disponía a saborear una masala dosa, como cada atardecer, en el restorán Chotiwala, que es hacia donde me dirigía. Para el que no sepa qué es una masala dosa bastará con este poema que le compuse y que titulé tan originalmente "Oda a la Masala Dosa":
Oda a la Masala Dosa
Masala dosa,
Qué sabrosa eres,
Pero qué nutritiva también.
Y por sólo 15 rupias.
No quiero decir con ello
Que seas una cualquiera.
Tampoco deseo desmerecer
Tus otros atributos,
Todos ellos magníficos,
Como lo fácil que es engullirte
Remojándote en el chutney verde,
El favorito de Saleem Sinai,
El mismísimo niño de medianoche.
No.
No es posible reducirte,
Oh masala dosa,
A una lista de ingredientes.
Pero, ¿a quién se le ocurriría
Hacer una galleta de lentejas?
Y más aún:
Para rellenarla finalmente
Con una mezcla tan candente.
Por eso, masala dosa,
Déjame que te diga una cosa.
Que jamás me aburriré
De pedir otra y otra y otra.

Pues a eso iba, a comerme la susodicha masala dosa. Me encontraba a la altura de Ram Jhula, el puente colgante que los monos usan de trapecio y los motoristas para cruzar el río. Y allí, en el último ghat sobre el Ganges, ví a Harald, aunque casi irreconocible, muy desmejorado respecto de la última vez que lo había visto, hace exactamente 2 años y en esta misma ciudad. En esa oportunidad Harald, un joven y atlético nutricionista alemán, había venido hasta Rishikesh para tomar un curso de instructor de hatha yoga en el Ved Niketam Ashram, tal vez no el más célebre, pero sí uno de los más serios centros de estudio de dicha disciplina. Compartimos allí un par de semanas, antes de que yo siguiera mi camino rumbo al sur de la India. Y ahora, ¿era él, allí, comiendo una austera cena, entre vacas y sannyasins?


Me acerqué con la intención de notar su reacción. ¿Me reconocería?, ¿qué había pasado con Harald?, ¿habría caído en la adicción al charas?, ¿tenía aún el hábito de masticar la comida hasta la saciedad?

Pero no era Harald. Se hacía llamar Viveka Amrita Ananda y me pidió, muy calmadamente y con una sonrisa, que lo dejara seguir comiendo su sabji. Con todo, su mirada era la de Harald. De eso no me olvidaba. Y su acento no era el de un indio. Cuando me iba, pensé por un momento que sí, que era él, que era de esos que se había cambiado el nombre y que ahora llevaba una vida de renuncia. Pero no quise seguir incomodándolo. A mi me esperaba, muy cerca de allí, una masala dosa. Una, dos o tres. No lo recuerdo bien.

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