Crtítica literaria autorreferente
Ha llegado la hora de dármelas de intelectual...
Partiré confesando que sí, es cierto que he visto todas las películas de Tarkowski. También he de confirmar aquel rumor que corre en cuanto a que leí el Tractatus de Wittgenstein en su lengua original, esto es, en alemán. Asimismo he de agregar con toda modestia que escucho con agrado los ritmos dodecafónicos de Anton Webern. Hecha esta declaración de credibilidad intelectual, preámbulo imprescindible para blindar mi perfil de las embestidas de desprestigio a la que se ha visto sometido (como aquella que señala que soy un incondicional seguidor del programa televisivo "La Granja", o la que me sindica como un asiduo lector de la revista Paula, e incluso aquel vil ataque de quienes dicen haberme visto tarareando el candente estribillo de Fresa Salvaje), daré paso a mi primera -y ojalá última- crítica literaria.
Llegó a mis manos una obra de un autor desconocido para mí, a pesar de estar publicado hace más de 10 años. En este reconocimiento espero que el lector sepa apreciar no sólo mi honestidad, sino el abierto desparpajo con el cual soy capaz de confesar mi ignorancia, signo inequívoco de desenvoltura y seguridad en mis propias capacidades. El escritor en cuestión, que obedece al nombre de Alessandro Baricco, ha conseguido plasmar en su pequeño pero fantástico libro (que con tanto revuelo he olvidado nombrar, omisión que corregiré cuanto antes, es decir ahora: el libro se llama "Seda") una obra de alcance Voltairiano -si es que la Real Academia de la Lengua me permite inventar tal galicismo-, no sólo por su temática fabulesca, sino también por su narración ligera y poco pretenciosa. La particularidad de este librillo -e imagino que del resto de la obra de Baricco- radica precisamente en su estilo: sobrio, conciso, elegante y frugal, sin caer jamás en el abuso de los requiebros literarios que tan aburrido tenían a Krishnamurti. Se agradece a un escritor como Baricco en una época en que hasta el más descerebrado de los escritores quiere dejar su impronta en la estructura gramatical de su propia lengua, privilegio exclusivo de Salman Rushdie, que bien merecido se lo tiene, pues no sólo se arriesgó a una condena de muerte por parte del ayatollah, sino que consiguió seducir a la sensual Padma Lakshmi, logro por el cual no pretendo que le otorguen el premio Nobel, pero bien podríamos instituirle un premio especial, algo así como el "Premio al escritor que mejor se cachetea cuando llega a la casa", y ahora que lo pienso: sí es razón más que suficiente para obtener el Nobel, o de lo contrario ¿porqué se lo darían a Winston Churchill? Y así, inevitablemente, se me viene a la cabeza un razonamiento que leí por allí y que indicaba que todos los logros de los hombres mayores de treinta son un esfuerzo por llamar la atención afectiva del sexo opuesto (o del sexo amado, para no discriminar a nadie). Y la pregunta que se me viene a la cabeza es: ¿habrá conseguido Baricco ya a su curvilínea compañera? Lo más probable es que sí, y ese es el mejor halago que puedo hacer de su obra.
Partiré confesando que sí, es cierto que he visto todas las películas de Tarkowski. También he de confirmar aquel rumor que corre en cuanto a que leí el Tractatus de Wittgenstein en su lengua original, esto es, en alemán. Asimismo he de agregar con toda modestia que escucho con agrado los ritmos dodecafónicos de Anton Webern. Hecha esta declaración de credibilidad intelectual, preámbulo imprescindible para blindar mi perfil de las embestidas de desprestigio a la que se ha visto sometido (como aquella que señala que soy un incondicional seguidor del programa televisivo "La Granja", o la que me sindica como un asiduo lector de la revista Paula, e incluso aquel vil ataque de quienes dicen haberme visto tarareando el candente estribillo de Fresa Salvaje), daré paso a mi primera -y ojalá última- crítica literaria.
Llegó a mis manos una obra de un autor desconocido para mí, a pesar de estar publicado hace más de 10 años. En este reconocimiento espero que el lector sepa apreciar no sólo mi honestidad, sino el abierto desparpajo con el cual soy capaz de confesar mi ignorancia, signo inequívoco de desenvoltura y seguridad en mis propias capacidades. El escritor en cuestión, que obedece al nombre de Alessandro Baricco, ha conseguido plasmar en su pequeño pero fantástico libro (que con tanto revuelo he olvidado nombrar, omisión que corregiré cuanto antes, es decir ahora: el libro se llama "Seda") una obra de alcance Voltairiano -si es que la Real Academia de la Lengua me permite inventar tal galicismo-, no sólo por su temática fabulesca, sino también por su narración ligera y poco pretenciosa. La particularidad de este librillo -e imagino que del resto de la obra de Baricco- radica precisamente en su estilo: sobrio, conciso, elegante y frugal, sin caer jamás en el abuso de los requiebros literarios que tan aburrido tenían a Krishnamurti. Se agradece a un escritor como Baricco en una época en que hasta el más descerebrado de los escritores quiere dejar su impronta en la estructura gramatical de su propia lengua, privilegio exclusivo de Salman Rushdie, que bien merecido se lo tiene, pues no sólo se arriesgó a una condena de muerte por parte del ayatollah, sino que consiguió seducir a la sensual Padma Lakshmi, logro por el cual no pretendo que le otorguen el premio Nobel, pero bien podríamos instituirle un premio especial, algo así como el "Premio al escritor que mejor se cachetea cuando llega a la casa", y ahora que lo pienso: sí es razón más que suficiente para obtener el Nobel, o de lo contrario ¿porqué se lo darían a Winston Churchill? Y así, inevitablemente, se me viene a la cabeza un razonamiento que leí por allí y que indicaba que todos los logros de los hombres mayores de treinta son un esfuerzo por llamar la atención afectiva del sexo opuesto (o del sexo amado, para no discriminar a nadie). Y la pregunta que se me viene a la cabeza es: ¿habrá conseguido Baricco ya a su curvilínea compañera? Lo más probable es que sí, y ese es el mejor halago que puedo hacer de su obra.